sábado, 28 de abril de 2012

Policía: la profesión más sacrificada e ingrata del mundo




Jorge Fernández Zicavo

El pasado 27 de enero ocurrió en la playa de Orzán (Galicia) una espantosa tragedia que vino a recordar a la sociedad española (y a la mundial, pues el caso tuvo amplia repercusión), las contribuciones que hacen las fuerzas policiales a la salvaguardia del bien común y la convivencia civilizada: garantizar el orden público, luchar contra la delincuencia, y brindar protección a los ciudadanos de la Polis. Tal como esta fuerza pública viene haciendo desde las primeras civilizaciones con el nombre de Politeia en Atenas y luego Politía y Vigiles en Roma.

La tragedia ocurrió cuando un turista esloveno que participaba de una borrachera nocturna con sus amigos, tuvo la graciosa idea de nadar en un Atlántico que a esas horas de la noche (04:00) estaba siendo batido por olas de cinco metros y helados vientos polares. Alertada la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía, acudieron y se arrojaron al océano seis agentes formando una cadena, pero cuando ya le tenían sujetado y alcanzaban la playa, una gran ola se llevó mar adentro a tres de ellos y al joven rescatado.

Muchos españoles se preguntaron si aquel estúpido juerguista mereció que tres personas (y no fueron seis, de milagro), perdieran su vida por intentar salvar la suya. Por mi parte, y reconociendo la complejidad del dilema, no tengo dudas al respecto: no lo mereció, en absoluto. No debieron entrar en aquellas aguas en las que ni siquiera un nadador profesional hubiera sobrevivido, pues un policía no es un superhombre, ni mucho menos un suicida. Tan sólo un profesional que debe evaluar en pocos segundos una situación y actuar lo más eficazmente posible utilizando los medios disponibles. Que en este caso eran inexistentes. Carecían de un salvavidas para arrojarle a la víctima, de una embarcación, etc., porque eran policías, no miembros del Servicio de Salvamento Marítimo.
Sin embargo, aquellos seis policías experimentados (34, 35 y 38 años tenían los ahogados), reaccionaron instintivamente, sin pensar en nada más que salvar una vida.
No tengamos miedo a utilizar las palabras fuertes y exactas porque estén devaluadas por la retórica: Sacrificio y Heroísmo, consecuencias a su vez de una cualidad fundadora: Vocación, en este caso, de ayudar al prójimo en situaciones de peligro.
Testimonio de un compañero de los fallecidos
La tragedia de Galicia ha sido el detonante de esta página, destinada a interrogarnos y reflexionar sobre esa peculiar vocación que conduce a la profesión policial, o que nace posteriormente, al calor de los avatares del servicio y la camaradería.
Insólita profesión, sin duda, que siendo la más peligrosa y sacrificada, en ocasiones es repudiada en su totalidad si tiene un 10% de indeseables en sus filas.

Por otra parte, parece ser una norma universal que los Estados minusvaloren y desprecien a sus fuerzas policiales no asignándoles los fondos necesarios para llevar a cabo su misión. Son frecuentes las noticias de policías que a veces tienen que pagar con su dinero la gasolina de los patrulleros, o comprarse una nueva camisa del uniforme, o un chaleco antibalas porque no hay para todos.
Y pagan a los funcionarios unos sueldos que no alcanzan ni para llevar un nivel de vida mínimamente decoroso, lo cual les obliga a buscar un segundo empleo de tres o cuatro horas. Y por si fuera poco, a esos salarios bochornosos se añaden desquiciantes horarios de servicio que les impiden tener una vida familiar y social como el resto de los ciudadanos y les provoca patologías psicosomáticas como insomnio o migrañas. Para colmo, pueden ser destinados fuera de su provincia y, además de trabajar domingos y días festivos, muy pocos tienen la suerte de disfrutar con su familia la cena de Navidad o la mágica mañana de los Reyes Magos con sus hijos.

Puede decirse, sin exagerar, que en todos los países el policía es el funcionario público más explotado por el Estado, el que soporta las peores condiciones laborales.
Sólo un ejemplo, referido a España: los salarios de los policías municipales de las grandes ciudades, y de los policías autonómicos de Cataluña y Euskadi, son entre un 60 y 70 por ciento más altos que los percibidos por las fuerzas del Estado: Cuerpo Nacional de Policía y Guardia Civil. O sea, que un policía municipal dedicado a multar infracciones de tráfico o como mucho a intervenir en una pelea entre borrachos, gana casi el doble que los nacionales y guardias civiles que cumplen funciones de policía judicial y operan contra el terrorismo (154 policías nacionales y 209 guardias civiles asesinados por ETA), y poderosas mafias internacionales. Difícil de comprender este disparate ¿verdad?

Sin embargo, a pesar de esas pésimas condiciones laborales, es muy frecuente ver en la televisión mundial que los policías llegan a un incendio antes que los bomberos y las ambulancias y entran en los edificios en llamas para rescatar personas. A veces resultan gravemente heridos, pero no les importa; lo seguirán haciendo, incluso estando fuera de servicio, en su día de descanso.
Tal como lo hacen en descarrilamientos de trenes, accidentes de tráfico, derrumbes de edificios, explosiones de gas, terremotos o inundaciones. Posiblemente pasen por sus manos más cuerpos descuartizados y cadáveres que por las de médicos y enfermeras. Si hay un denominador común para resumir su deprimente trabajo que pocos mortales resistirían, probablemente sea la sangre.
De personas accidentadas en las carreteras, de ancianos atropellados al cruzar una calle, de esposas machacadas por sus maridos, de niñas violadas y asesinadas por pederastas con permiso carcelario, de prostitutas torturadas por sus proxenetas, de ajustes de cuentas entre bandas de narcos, o su propia sangre y la de sus camaradas en los enfrentamientos armados con delincuentes.
Sus escenarios profesionales más rutinarios suelen ser hospitales, morgues, funerales y cementerios. Y, por supuesto, el ambiente social donde deben moverse es siniestro, un submundo donde se dan cita todos los vicios, crueldades y horrores imaginables. El reino de la sordidez humana y de la escoria lumpen.

Aparte de bomberos y enfermeros, estos "hombres y mujeres para todo" también suelen oficiar de improvisadas matronas en las calles, autobuses, metros, trenes, taxis, aeropuertos, salas de cine y allí donde un niño o niña considere llegado su momento de entrar en escena. Y hasta de psicólogos, cuando hay que disuadir a una persona histérica que quiere montar un numerito de suicidio ante las cámaras.

Y cuando, cumpliendo las órdenes de sus mandos políticos disuelven concentraciones no autorizadas, será a ellos y no a sus mandantes a quienes las hordas les griten ¡Asesinos! mientras les arrojan baldosas, barras de hierro o bombas incendiarias. Y la prensa progresista llamará "brutal represión policial" a los inocuos bastonazos en las piernas. Da igual que no corra la sangre ni que no haya manifestantes hospitalizados. La prensa y las izquierdas se regodearán con la palabra "represión" porque conocen su alto valor propagandístico.

También acuden a bancos, comercios o viviendas donde se esté produciendo un asalto o toma de rehenes, de donde muchas veces los policías salen dentro de una bolsa hacia la morgue y el llanto de su familia; pero el ciudadano que, aterrorizado, les suplicó que se dieran prisa porque estaba en juego su vida o su patrimonio, difícilmente tenga luego una palabra de afecto o gratitud para sus salvadores.

Se trata, en suma, de una profesión harto singular, que requiere altísimas dosis de estoicismo. Sacrificio, resignación, paciencia... podrían ser algunas referencias para entender estas vocaciones, pero siempre habrá otras que no son tan evidentes pues pertenecen al ámbito de una mística solidaria y endogámica. A ese "espíritu de cuerpo" común a toda fuerza donde la muerte siempre acecha, en el que suele jugar un papel importante el romanticismo de la tradición familiar. Algo muy frecuente en estas instituciones, hasta el punto de que gustan llamarse a sí mismas "la familia policial" o "la familia militar".

Ser un "azul" confiere una cualidad singular, que transfiere al sujeto una dimensión simbólica que a su vez le trascenderá como tal y lo refundará en distintos pero confluyentes roles sociales: "funcionario armado de la Justicia", "vigilante y garante del orden y la convivencia en los espacios públicos", "combatiente de la seguridad del Estado" cuando hay terrorismo de por medio; y también roles psicológicos o subjetivos que no deberían desdeñarse, tales como el de "justicieros protectores de los débiles" o "guerreros del Bien contra las fuerzas del Mal", ya que al fin y al cabo su misión primordial consiste en "hacer justicia" capturando a los criminales para que los jueces los castiguen en nombre de la sociedad.
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El autor es hijo y nieto de Comisarios de la Policía de la Provincia de Buenos Ares y fue Agente Conscripto de la Policía Federal Argentina. Comisaría 50, entre 1962 y 1963.

Este artículo se complementa con otro dedicado a homenajear a todos los "azules" del mundo mediante una galería fotográfica:

http://termidorianos.blogspot.com.es/2012/05/los-guardianes-azules-de-la-polis.html



miércoles, 18 de abril de 2012

La Cheka, el brazo armado de la Revolución




Fernando Díaz Villanueva

La madrugada del 11 al 12 de abril de 1918 fue una noche de cuchillos largos en Moscú. Mil agentes de una desconocida agencia estatal irrumpieron en los domicilios de quinientos ciudadanos sospechosos de militar en organizaciones anarquistas. Se trataba de una agencia recién creada a la que llamaban Cheka y que dependía directamente del camarada Lenin.
La redada se saldó con la detención de todos los sospechosos y la ejecución sumaria de un pequeño grupo en las dependencias que la organización acababa de estrenar en la plaza Lubianka, junto al Kremlin.

La Cheka era el tipo de organismo represor que Lenin venía buscando desde su ascenso al poder, unos meses antes. Las soflamas de liberación se habían apagado tan pronto como los bolcheviques se adueñaron del poder. Lejos de colmar las aspiraciones de los trabajadores rusos, la revolución encarnada en Lenin estaba tornándose muy impopular. Los comunistas ya no eran vistos como libertadores, sino como bestias vengativas y sedientas de sangre que robaban al proletario para después entregar el botín al Partido.
La creciente desafección popular hacía temer lo peor a la camada bolchevique. Pero Lenin no tenía la menor intención de desalojar el poder, que tanto tiempo y esfuerzo le había llevado conquistar. Por ello, encargó a uno de sus lugartenientes, el aristócrata polaco Felix Dzerzhinski (Feliks Edmúndovich Dzerzhinsky), que formase una milicia dedicada a vigilar de cerca y reprimir los conatos de disidencia que fuesen apareciendo, mientras el Partido afianzaba sus posiciones.


Dzerzhinski creó una estructura "ligera, flexible, inmediatamente disponible, sin un juridicismo puntilloso, sin restricción para tratar, para golpear a los enemigos con el brazo armado de la dictadura del proletariado". La estructura se escondió tras un nombre tan de aquel momento que nadie sospechó nada raro: Comité Militar Revolucionario de Petrogrado.

El Comité de Petrogrado era algo necesariamente temporal. Dos meses después de establecerse se vio superado por los acontecimientos. Sus setenta integrantes se quedaban cortos para atender los frentes de la contrarrevolución, que cada vez eran más numerosos e incontrolables. En diciembre Lenin llamó de nuevo a Dzerzhinski, esta vez para encomendarle la creación de una comisión especial que luchase "con la mayor energía revolucionaria contra la huelga general de los funcionarios y determinara los métodos para suprimir el sabotaje". "Comisión especial", en ruso, se escribe Chrezvychaynaya Komissiya, es decir, Che-Ka.

Lenin andaba obsesionado con la Revolución Francesa, a la que consideraba precedente y madre nutricia de la rusa. Quería encontrar un "Fouquier-Tinville" que mantuviera en jaque "a toda la canalla revolucionaria", un "sólido jacobino revolucionario" que supiese estar a la altura de una empresa tan ambiciosa como la de demoler hasta los cimientos la contrarrevolución. Ese jacobino iba a ser, por méritos contrastados, el propio Dzerzhinski.
A mediados de diciembre estaba ya todo decidido. La Cheka sería la espada del Partido, y así se hizo ver en el escudo de la organización, formado por una espada dorada de la que sobresalía, en relieve, la estrella de cinco puntas y el emblema de la hoz y el martillo.


Trotsky anunció a los suyos:
"En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy violentas".

La apelación a los jacobinos era continua. El comisario del Pueblo para la Guerra recordó que la pena ya no sería la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la gran Revolución Francesa.
Días después Lenin en persona se dirigió a un sóviet de obreros fabriles para advertirles de que la Revolución se defendería con uñas y dientes: "¡A menos que apliquemos el terror a los especuladores –una bala en la cabeza en el momento– no llegaremos a nada!", les dijo, llevado por el enajenamiento revolucionario que se apoderaba de él durante los mítines. Dzerzhinski, por su parte, iba ultimando los detalles de la nueva agencia, que tendría dos tareas fundamentales: "Suprimir y liquidar todo intento y acto contrarrevolucionario de sabotaje" y "llevar a los saboteadores ante un tribunal revolucionario".

En marzo la Cheka quedó formalmente constituida. Estaba dividida en tres departamentos: información, organización y operación. Al principio sólo se le adjudicaron 400 funcionarios, que pronto, en sólo tres meses, ya serían más de dos mil, a los que había que añadir un contingente de tropas especiales, militares debidamente entrenados en el contraespionaje que dependían directamente de la Gran Casa, apelativo con que los chequistas se referían a la sede de la Lubianka.

Los efectivos de la Cheka aumentaron exponencialmente cuando la guerra civil se recrudeció, en enero de 1919. Esta organización tenía una ventaja fundamental: operaba total y absolutamente al margen de cualquier ley o convención. Los disidentes y los soldados del Ejército Blanco la temían mucho más que al Ejército Rojo. Los chequistas practicaban la tortura sistemáticamente, y mataban a sus víctimas de maneras atroces. Aplicaban el manual completo de tormentos medievales: desollamiento, crucifixión, empalamiento, lapidación, horca... no había especialidad que los agentes de Dzerzhinski ignorasen.

Para atemorizar a la población civil, organizaban espeluznantes ejecuciones públicas. En las provincias del norte solían desnudar a los presos y verter sobre ellos agua, que, a 30 grados bajo cero, se congelaba rápidamente y convertían a aquellos en estatuas de hielo. En ocasiones colocaban un tubo en la boca de los reos y deslizaban una rata sobre él para que ésta, azuzada por un tizón que el verdugo ponía en el otro extremo, les desgarrase la garganta.

El fusilamiento era quizá el más benévolo de los veredictos. Nadie estaba a salvo. Cualquiera mayor de ocho años era condenable al paredón. Las ejecuciones tenían que ser masivas y públicas, para infundir un temor cuasi religioso entre los aldeanos. En aquella guerra sin cuartel iba a ser el miedo a una represalia siempre inhumana el mejor aliado de los bolcheviques. La prensa del régimen se hacía eco de las proezas de la Cheka, que ponían los pelos de punta a cualquiera.
A cualquiera menos al camarada Lenin, decidido a hacer de su invento la columna vertebral de la nueva Rusia socialista. En enero de 1920, coincidiendo con algunas de las matanzas más pavorosas, se reunió con un sóviet de líderes sindicales y les dijo con vehemencia:
No debemos dudar si fusilamos a miles de personas, y no dudaremos, y salvaremos el país.

Los excesos de la Cheka traspasaron las herméticas fronteras rusas y llegaron a Occidente. Pero la Revolución Bolchevique tenía aún crédito ilimitado, nadie movió un dedo para denunciar la degollina sin cuento que estaba teniendo lugar en una Rusia devastada por la guerra civil. Dzerzhinski había cumplido. En 1922 la guerra terminó, y con ella cualquier atisbo de disconformidad con los nuevos zares del Imperio, que ese mismo año pasó a llamarse Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Había llegado la hora de convertir la comisión especial en algo más orgánico y propio de la realidad posrevolucionaria. De la Cheka nació la OGPU, siglas en ruso de Directorio Político Unificado del Estado. La palabra –Cheka– y la profesión –chequista– se resistieron a morir. Los rusos siguieron conociendo a la temida policía política como la Cheka, y hasta exportaron la idea (y el miedo) al extranjero; por ejemplo, a la España republicana, donde el modelo soviético de policía política se aplicó con rectitud aterradora durante la guerra civil.

Se desconoce cuántas víctimas ocasionó la Cheka original en sus cuatro años escasos de vida, pero las estimaciones más moderadas calculan que unas 200.000.
Dzerzhinski nunca hubiera podido imaginar que su macabro invento pudiese llegar tan lejos y convertirse en un instrumento tan eficazmente mortífero. Murió pocos años después, de un infarto, mientras pronunciaba un discurso. La URSS le supo agradecer los servicios prestados erigiéndole una monumental estatua de 15 toneladas esculpida en hierro en la Lubianka, delante de su verdadero hogar, la Gran Casa.

Libertad Digital
18.04.2012